jueves, marzo 24, 2011

La gran derrota

  
            -¿Cómo hemos llegado a esto?
           
            El semblante de Marco Licinio Craso no dejaba dudas de la situación, todo estaba perdido. Esto era bastante más de lo que unas horas antes hubiera podido imaginar.

            -¿Pero que demonios ha ocurrido?
           
            Una, y otra vez, la misma pregunta, daba igual cuantas vueltas le diera a aquella idea, no encontraba una explicación lógica, ¡¡¡pero si todo estaba a su favor!!!  Lo cierto es que así era. Craso contaba con una superioridad numérica aplastante, y llevaban mucho tiempo persiguiendo al ejército de Surena, el líder Parto, quien había dado orden de no parar bajo ningún concepto y continuar con la huida a marchas forzadas hasta que él dijera lo contrario. Aquello que en un principio pintaba bien, pronto demostró ser la peor decisión de la vida de Craso.

            Craso, mandaba 7 Legiones romanas, con unos 35.000 legionarios, además de 4.000 jinetes galos y la friolera de 5.000 auxiliares. Contaba con el apoyo de su hijo, Publio Licinio Craso, que dirigía a la eficiente caballería ligera gala, y además estaba él, aquel maldito traidor, el cuestor de Roma, Cayo Casio Longino. Lo cierto es que Craso no le guardaba rencor, ¿cómo, si fue Casio el primero en advertirle, apenas unas horas antes?:

            -¡Esta no es una mala idea, es una pésima idea!, ¡por Júpiter, por Juno y por todos los malditos dioses,! ¡¿vas a confiar la suerte de 30.000 hombres a un maldito pastor parto?! Vociferaba Casio en la tienda del Triunviro, ¡¿acaso los dioses te han arrebatado la cordura?!

            - En las Termópilas el ejercito Persa, inquirió Craso…
           
            -¡¡¡Esto no son las Termópilas !!!, Sentenció Casio, ¡¡estás en Carras, y enfrente no tienes a 300 griegos sino a 10.000 partos!!¡¡Por el amor de los dioses!!¡¡Tú propio hijo a muerto, y hemos dejado a 4000 heridos en el campo de batalla, que sin ninguna duda al amanecer estarán de camino al inframundo!! Deberías dar gracias de que los partos tengan por costumbre no luchar cuando Apolo decide esconder al sol. Concluyó Casio.

            Su tono se había ido apagando según hablaba, y sus últimas palabras fueron tan  sofocadas, que Craso apenas las pudo distinguir, a pesar de no distar de él unos pocos pasos.
            El silencio los rodeó por unos instantes, y aunque fuera de la tienda, el clamor de los hombres, que esperaban en una mal formada fila un poco de bodrio  para cenar era atronador, ellos no oían nada, silencio era todo lo que había y silencio era lo que querían. Tras una derrota como la que habían sufrido aquel día, ninguno de los dos tenía ganas de nada y mucho menos de discutir.

            Finalmente Craso se atrevió a hablar:
           
            -Me debes lealtad Cayo- dijo, - necesito tu ayuda, sabes perfectamente que no puedo lograr esto sin ti, necesito a tus hombres y te necesito al mando de ellos.

            Por un instante sus miradas se cruzaron dentro de aquel profundo silencio, pero expresaban cosas muy diferentes; Craso miraba derrotado y apenado buscando la complicidad en un amigo; era como la que tiene un niño cuando sabe que ha hecho algo malo, ¡cuántas veces la habría visto en Publio! Pero ya no la vería nunca más.

            En cambio la de Casio era de ira. Ira y frustración. Eran grandes amigos desde hacia muchísimo tiempo, demasiado tal vez, y en toda la vida de ambos Longino nunca se había opuesto a Craso. Jamás. Pero la situación había cambiado, esto no era uno de los muchos devaneos políticos o comerciales a los que estaban tan acostumbrados, donde apenas podían perder unos cuantos sestercios, o tal vez un par de esclavos. Ellos eran hombres muy conocidos en Roma, la capital del mundo, pero desde luego el panorama que entreveían por el pliegue mal cerrado de aquella tienda no era el Vaticano ni el Aventino, aquello eran los confines del mundo conocido, y sólo Alejandro el Grande había ido mas allá, aquello era el inicio de Asia, y allí no había cuartel.

            -Usas mi praenomen, pero no eres de mi familia, me pides ayuda, a mi, persona inferior en rango y cargo, y me exiges lealtad, veo que estas completamente desesperado.

            En efecto, Craso había usado su praenomen. El praenomen correspondía al nombre de pila, siendo el único en que los padres tenían poder de elección. Por regla general, sólo la familia inmediata llamaba a una persona por su praenomen, y desde luego Craso no era de su familia. Es cierto que eran amigos, pero Craso nunca se había atrevido a llamarlo así, era demasiado… poco formal. Por supuesto si el hecho hubiera sido a la inversa, Craso no hubiera dudado ni un momento en castigar a Longino, pues él tenía un cargo inferior, era cuestor y pese a que era un cargo notabilísimo en Roma, no estaba a la altura del de Triunviro, su cargo.

            Craso guardó silencio por un instante, meditando sus palabras, pensándolas bien, era muy consciente de que estaba paseándose por el filo de la navaja, y que una decisión mal tomada podía conllevarle a él, y sus hombres, una muerte inmediata.

            Tras levantar la vista del suelo y alzar la mirada por un instante hasta las velas que se erigían en la lámpara de la tienda, se levantó de su silla de cuero y madera, dio la vuelta y andó unos pocos pasos hacia una mesita de madera, con cuatro patas, ornamentada con gran cantidad de detalles vitícolas en plata, de donde tomó un pequeño frasco de cristal y color azulado aunque casi semitransparente. Con el giro de su cuerpo, su capa, de un color violeta intenso y que pendía a través de sus grandes hombros, a punto de caerse por culpa del mal atado broche a la altura del pecho,  creó una corriente de aire que hizo tambalearse a unos cuantos pergaminos que tenia encima de la mesa mas grande de la tienda, a la que estaban sentados ambos. Apenas dio un par de pasos, pero el crujir de sus sandalias puso los pelos de punta a Casio. Sabía perfectamente que era lo que significaba aquel movimiento.

            Casio se levantó de un salto y cogió su casco que había comenzado a deslizarse por la gran mesa, debido a la pequeña patada que éste le había propinado sin querer al levantarse tan rápido y que era la culpable del dolor de los dedos de su pie derecho.

            -No tengo ninguna intención de suicidarme Craso- le había dicho Casio,- si lo que quieres es beber cicuta te recomiendo que lo hagas ya, y que no te juegues la vida de tus hombres, será la mejor decisión que tomes en todo el día de hoy.

            Y así con esas últimas palabras es como Casio se había despedido de Craso, pues acto seguido había cruzado el umbral de la tienda y se había confundido con el resto de los soldados que estaban acabando de cenar.

            Craso hubiera querido dialogar más con él e intentar convencerlo de que no se replegara hasta Siria, pero ya era tarde, sin ninguna duda, Casio partiría con sus hombres en un par de horas, lo que significaba que en el caso de querer mantener aquella batalla, estaría totalmente sólo.
           
            -¿Cómo hemos llegado a esto?- se volvía a preguntar mientras observaba la batalla desde lo alto de su caballo,

            - Casio tenia razón debimos replegarnos a Siria,- dijo entre dientes- hemos perdido.

            Lo cierto es, que Craso había confiado en aquel risueño pastor. Apenas si tendrá 12 años, se había dicho para sí mismo, sus ropas de pieles sucias viejas y mal zurcidas y aquel olor nauseabundo, como el de un animal en estado de putrefacción, que desprendía y que aún podía sentir, no le hacían pensar lo contrario,¡¿Cómo iba a ser aquel niño un espía?!. Pero lo era. Casio ordenó que se siguieran las directrices de aquel niño, y les condujo directamente a una emboscada, en un terreno imposible para la lucha por sus grandes desniveles y con el suelo embarrado lo que hacia aun mas penosa la situación.

            - Surena nos invita a Parlamentar, señor ¿Qué debo responder?- le dijo un soldado que había aparecido de la nada.

            Craso dio un pequeño salto en su caballo, se había asustado, giró su cabeza hacia la derecha y preguntó:

            -¿Cómo dices?

            - Surena nos invita a Parlamentar, señor ¿Qué debo responder?- respondió de nuevo el soldado

            Craso ya era un hombre mayor. Tenia 63 años y todos y cada uno de ellos estaban reflejados en su tez. Tenía una cara grande y redonda, con unas cejas largas y muy pobladas que sombreaban unos grandes ojos azules. Parecía que todo en él era grande pues además de sus cejas y ojos tenía también una enorme nariz. Era un hombre robusto y alto con unas grandes extremidades, en él, el uniforme de legionario alcanzaba la perfección. Su coraza de plata sin embargo escondía una enorme tripa, el único punto flaco del físico de un hombre que parecía haber nacido para la guerra. Nada que ver con Cesar, había dicho alguien alguna vez por las calles de Roma, y así era.
           
            Craso seguía pensando, y mientras lo hacía, con la mano derecha se quitaba el penacho de plumas negras y violetas que lo acreditaba como general del ejército, dejando ver al resto de la escolta personal que le rodeaba su blanco cabello empapado de sudor.

            -Hace mucho calor- dijo finalmente, demasiado para esta época del año, no debería hacer tanto calor…

            Sus escoltas intercambiaron unas miradas disimuladas, por el comentario que Craso acababa de hacer, sin que el triunviro se percatara de ello. “El viejo chochea”  pensaban, y no era la primera vez. Desde que Cayo Julio César y Cneo Pompeyo Magno, llegaran a un pacto con él para formar el primer triunvirato y hacerse con el poder en Roma, los actos de Craso parecían más propios de la demencia de un viejo, que de los actos de un líder romano. Craso era un hombre muy rico, tenía una buena esposa y una gran familia que le quería y le respetaba. Pero craso no tenía una cosa que sus compañeros triunviros si, y que él envidiaba y codiciaba: la gloria militar.

            Eran harto conocidos los hechos de César en la Galia, ¡y qué  decir de las victorias de Pompeyo en África y Asia!, él era uno de los tres triunviros pero ansiaba la gloria de las armas por encima de todas las cosas, pues sólo de esta manera estaría a la altura de sus compañeros. Y esa era la causa suprema de aquella campaña en el fin del mundo. Las ansias de grandeza ya le habían costado la vida de 10.000 hombres el día precedente, incluido su hijo, la lealtad de un amigo, y tal y como iban las cosas podía perder a casi 20.000 hombres más …

            -¡No debería responder a semejante ofrecimiento, no me rendiré jamás!- Gritó finalmente Craso.

            El mensajero asintió, alargó su brazo de forma totalmente perpendicular a su cuerpo y finalmente lo llevó contra su pecho a la vez que cerraba el puño y se inclinaba, completando de este modo la reverencia hacia su líder. Cuando estaba a punto de darse la vuelta y partir hacia su misión una voz lo detuvo en seco.

            -¡Alto! ¡Ignora esa orden soldado!- el joven mensajero de fino cabello negro se detuvo en seco al escuchar semejante consigna.

            Craso estalló en ira:
           
            -¡¿Quién ha hablado?! ¡¿Cómo te atreves a contradecir mis órdenes? que de un paso al frente el autor de dicho atrevimiento!

            Craso comenzó a moverse como llevado por la locura buscando de un lado para otro a la persona que acababa de cometer semejante atrocidad. Su cara enrojecida por la ira parecía un molino dando vueltas constantemente sin parar en busca de aquella persona que acababa de desautorizarlo así delante de sus hombres. Finalmente un soldado dio un paso al frente:

-He sido yo Señor. Marco Aurelio Buteo, decurión de su escolta personal Señor.-
            Instantáneamente, otro de los soldados, uno especialmente robusto y hábil, desenvainó su gladius, y marchó en dirección a aquel rebelde que acababa de contradecir a su general, la traición sólo tenía una pena y todos sabían cual era.

            Lejos de amedrentarse, aquel valiente soldado, hizo lo propio y desenvainó su espada para presentar batalla contra aquel gigante que se acercaba velozmente contra su persona, rápidamente los cinco soldados que le acompañaban en la fila dieron unos pasos para atrás sabientes de los acontecimientos que devendrían en pocos segundos. Buteo alzó su resplandeciente Scutum rojo con el brazo izquierdo mientras blandía su espada con el brazo derecho, iba a vender cara su vida.

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